EDUARDO MAYOBRE
El Nacional
14 de agosto de 2007
La historia de Venezuela ha sido de confrontación entre civiles y militares. Las más de las veces los civiles han sido consejeros o "plumarios" de los hombres de armas. Eso estaba muy claro para alguien inteligente como Laureano Vallenilla Lanz (Vallenilla Planchart, por genealogía), ministro de Relaciones Interiores del general Marcos Pérez Jiménez.
Cuando este último iba a viajar a Perú para lucir ante sus antiguos compañeros de academia militar su condición de jefe del Estado, se plantea el problema de quién quedaría encargado como presidente de la República de Venezuela. Pérez Jiménez le dice a Vallenilla que debe ser "usted o Mazzei (el ministro de Defensa)" y Vallenilla responde: "Lo natural es que sea Mazzei, mi general. No olvide que el poder emana de las Fuerzas Armadas. A mí no me convendría, en modo alguno, desempeñar esa honrosa función. Me traería más enemigos de los que tengo". Pérez Jiménez ríe –cuenta Vallenilla en sus memorias– y dice: "Tiene usted razón". Y luego, como si hablase consigo mismo agrega: "¡No es tan pendejo el doctor Laureano como aparenta!".
Esta sumisión del poder civil al militar, característica de los primeros 150 años de la República, cambió a partir de 1958.
Lo que trajo aparejado que la fuerza de los fusiles se trocara en fuerza de debate. Otra anécdota lo ilustra. Cuando en los primeros años del gobierno de Rómulo Betancourt –según me contó uno de sus ministros–, ante la insurrección de una facción de la universidad, se ordenó que el Ejército la rodeara, hubo tiroteos en los cuales murió un soldado. El comandante de las fuerzas, que tenía la orden de no entrar en la Ciudad Universitaria bajo ningún respecto, telefoneó a Betancourt y le dijo: "Presidente, reléveme del cargo. Porque si me matan a otro soldado voy a entrar a la universidad contrariando sus órdenes". Fue relevado.
Ese ánimo de intentar evitar el uso de la fuerza es característico de los civiles y muchos de los hombres de armas creen que es cobardía. Aunque los más iluminados de entre ellos sepan que el uso de la fuerza nunca es aconsejable. Pero en términos generales, y lamentablemente, quienes han sido educados para la guerra creen que los mejores argumentos son las balas: ¡rodilla en tierra! Si a esa educación se le agrega una desviación de carácter, la mezcla puede ser altamente explosiva. Como dice un artículo de una prestigiosa publicación estadounidense, Harper’s, en su edición de este mes: "Los peores excesos del régimen han resultado del carácter del líder. Esto es, de su agresivo agavillamiento; su arrogancia y egotismo; su tono y métodos autoritarios y envalentonados; su renuencia a permitir críticas internas o externas; sus impulsos atemorizadores; su necesidad de crear enemigos como manera de gobernar; su impulsividad e ingenuidad; su desprecio por la ley, y su verdaderamente asombrosa habilidad para creer que sus deseos son la realidad". Los comentarios de Harper’s se refieren al presidente de Estados Unidos, George W. Bush, un civil militarista. Pero su traslación al suelo patrio no sería mera coincidencia. Los extremos son iguales o los contrarios se tocan, tal como afirmaban G. W.F. Hegel y las tías solteronas de mi padre.
En esta dialéctica entre violencia y civismo resulta crucial el temple de ánimo de la sociedad. Si de lo que se trata es de ganar a rajatabla y hacer prevalecer una visión única, apoyada en el poder de fuego, la salida es el enfrentamiento, con su secuela de bajas, heridos y perjudicados. Por eso en Venezuela tuvimos una historia de violencia. Pero si predomina el diálogo, no es descartable que se llegue a acuerdos y conclusiones.
Actualmente, quizás el diálogo pudiera ser posible, porque el diagnóstico de nuestros males es el mismo desde los más diversos puntos de vista: la exclusión y la pobreza generalizada son intolerables. Y a pesar de que las soluciones propuestas sean a menudo contradictorias e incompatibles entre sí, se podría por lo menos estar de acuerdo en que no es necesaria la destrucción del adversario. Porque cuando para intentar soluciones se invoca la fuerza del Ejército, la violencia y la contumacia de la voluntad del líder, parece inútil, ineficaz o sobrante esa entelequia que algunos intelectuales soñadores, poetas y civiles han llamado voluntad colectiva. O cuando se considera que el pueblo no es protagonista de sí mismo, sino reserva militar, se está retrocediendo a las montoneras del siglo XIX en las cuales el "pata en el suelo" no era más que "carne de cañón". En esa estamos.