Fanatismo y reconciliación

Por Venezuela Real - 16 de Diciembre, 2007, 18:03, Categoría: Política Nacional

TULIO HERNÁNDEZ
El Nacional
16 de diciembre de 2007

Muchos venezolanos no entiend e n p o r qué el ministro del Interior, el oficial retirado Pedro Carreño, expresa de manera tan despectiva su rechazo a la propuesta de reconciliación nacional formulada por los sectores de la oposición que acaban de derrotar el abstencionismo participando democráticamente en el referéndum consultivo propuesto por el Presidente de la República.

Y tienen razón. Cuesta mucho explicarse por qué un Gobierno al que le ha tocado dirigir un país en permanente estado de zozobra e intranquilidad, con situaciones prebélicas que han exigido la presencia de negociadores de paz extranjeros, víctima de la hostilidad, de la polarización y del odio entre hermanos que padecen en carne propia tanto opositores como seguidores, no extiende la mano ante esta propuesta que podría ayudar a bajar las tensiones, recuperar la política como diálogo entre diferentes y mejorar la imagen pugnaz de sus dirigentes en el exterior.

Obviamente, hay explicaciones tentativas como recurrir a los antecedentes militares de la cúpula oficial o a una especie de predisposición anímica de una buena parte de la élite en el poder que les confiere una propensión personal, siquiátrica podríamos decir, a la camorra, la obscenidad, el eructo y los malos modales, lo que explicaría, por tanto, que prefieran la riña permanente y la pugna sectaria al diálogo respetuoso y la convivencia plural.

Pero creo que no es un camino convincente.

Prefiero pensar que la razón de fondo, lo que podría explicar el rechazo sistemático por parte del Presidente y sus voceros a todo intento de diálogo, reconciliación o convivencia civilizada, hay que buscarla en las reglas no escritas pero profundas que rigen la condición fanática y toda tentación totalitaria.

El fanatismo, tal y como nos lo han intentado explicar los intelectuales que han sido sus víctimas, surge siempre en el seno de quienes asumen una actitud de superioridad moral que “impide llegar a un acuerdo”. Ya sea un fascista alemán o un comunista soviético, un te-rrorista islámico del siglo XX o un cruzado católico del XII, esa es su esencia. En tanto se siente portador de una verdad superior y una ética indoblegable, el fanático no dialoga. El diálogo es el primer paso para producir un cambio de punto de vista y el único cambio que el fanático tolera es el de los demás ¡cuando se suman al suyo! Todo otro tipo de cambio lo convierte a él, o a sus iguales, en un traidor. Porque, a los ojos del fanático, traidor es cualquiera que cambia.

Es lo que lleva a Amos Oz, un escritor palestino que desde niño ha vivido en medio de fanáticos de ambos lados, a sostener:

“Todo extremismo, toda cruzada que no se compromete a llegar a un acuerdo, termina tarde o temprano en tragedia o en comedia. Al final, el fanático nunca es más feliz ni está más satisfecho, así muera o se convierta en bufón”.

Cuando el fanatismo se convierte en poder político el tema se hace aun más complejo pues el manejo de convocatorias abstractas de lucha contra el Mal, típico del discurso de supremacía moral, junto con la persistencia del principio de “no llegar a un acuerdo”, terminan obligando al Poder a optar por el autoritarismo, esto es, por el camino de la imposición forzosa, no importa cuán dignos sean los métodos de aquello que el fanático considera el Bien supremo: la lucha contra el terrorismo en el caso de Bush; el capitalismo norteamericano, en el de Chávez; los comunistas, en el de Pinochet, o Sendero Luminoso, en el de Fujimori.

A diferencia de los grandes estadistas demócratas, como Mandela, quienes incluyen el perdón entre sus principios fundamentales de convivencia y buen gobierno (“perdonar sí, olvidar no”, decía Ernesto Sábato a propósito del proceso a los militares argentinos), los líderes fanáticos en el poder son implacables, no perdonan ni dialogan, y generalmente conducen a una trágica división y ruptura de sus sociedades, condenando una parte al exilio y otra a la resignación amarga, como ocurrió por décadas en la España franquista o como aún ocurre en la Cuba de Fidel. Desde allí hay que entender la negativa al diálogo, a la convivencia plural, a la alternancia política y, sobre todo, a concederle amnistía a los presos políticos venezolanos que, sin tener ningún muerto encima, en su mayoría ya han pagado más días de cárcel que los que pagó Hugo Chávez, responsable de un golpe militar que dejó más de medio centenar de cadáveres en su ruta. ¿Tendrá piedad este año de derrota? .






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